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Virginia Woolf

Virginia Woolf

‘‘Adeline Virginia Stephen, Virginia Woolf para la posteridad,  nació predestinada para dos cosas: la literatura y la locura’’.

 Jesús Rubio1

No te conocía, Virginia.

No sabía que te creías fea: ‘‘¡Si pudiera volver a vivir!, pensó, mientras atravesaba la calle; ¡si hubiera tenido incluso otro aspecto!’’; no sabía nada de tu escepticismo: ‘‘(…); pensaba que no había dioses; nadie tenía la culpa’’; de tu frigidez: ‘‘(…); allí tumbada, leyendo porque dormía mal, no era capaz de desprenderse de una virginidad preservada en el parto y que se le pegaba como un sudario. Pese al encanto de su juventud, de repente había llegado un momento―por ejemplo en el río, detrás del bosque de Cliveden―, en el que, sin duda a causa de esa frigidez suya, le había fallado’’; de tu gusto por Shakespeare: ‘‘(…) si ahora tocara morir, ahora sería el momento más feliz. Eso era lo que sentía, lo mismo que Otelo’’; ni de tus otros gustos: ‘‘Era algo central que lo impregnaba todo; algo cálido que subía, hirviente, y transformaba el frío contacto de hombre y mujer, o de dos mujeres’’; no sabía de tus sentimientos contradictorios: ‘‘¡No hay la menor duda, pensó Clarissa, de que es encantador! ¡Absolutamente encantador! Ahora recuerdo lo difícil que me resultó… y ¿por qué decidí no casarme con él, se preguntó, aquel horrible verano?’’; de tu miedo al fracaso: ‘‘¡De manera que la fiesta no iba a ser un fracaso, después de todo! A partir de aquel momento funcionaría. Había empezado ya, se había puesto en marcha, pero todo seguía pendiente de un hilo’’; de tu concepción de la realidad: ‘‘Siempre que daba una fiesta tenía la misma sensación de no ser ella, y de que todo el mundo era irreal en un sentido y mucho más real en otro’’; cómo imaginar que los pajaritos te cantaban en griego: ‘‘Un gorrión posado en la barandilla que tenía delante gorjeó Septimus, Septimus, cuatro o cinco veces, y después, desgranando las notas, siguió cantando en griego, con entonación viva y penetrante, para explicar que el delito no existía y, luego, al unírsele otro gorrión, con entonación penetrante y también en griego, desde los árboles, en el prado de la vida, más allá del río por donde los muertos caminan, y explicaron que la muerte no existía’’; que toda esa locura tuya te llevaría primero a lanzarte por la ventana: ‘‘Quedaba sólo la ventana, la amplia ventana de una casa de huéspedes de Bloomsbury; el molesto, desagradable y bastante melodramático asunto de abrir la ventana y saltar al vacío’’; y que, finalmente, no aguantarías más y te echarías al río con mayor suerte, pues: ‘‘El mundo entero clamaba: quítate la vida, quítate la vida, ten compasión de nosotros’’.

Te he conocido en un siglo que dista ya bastante de ti, pero no hay nada que lamentar, ni siquiera tu locura.

Referencias

1.  Rubio, Jesús. Mujeres en la historia: Virginia Woolf. Madrid: Edimat Libros;p.9.

2. Virginia Woolf, La señora Dalloway. Tr. José Luis López Muñoz. Madrid: Alianza Editorial; 2011.